Los Pasos

Siempre los mismos lugares: el mercado, el auto, el espejo, la corbata. Los protagonistas habituales: el pariente lejano, el amigo infrecuente, el perro, el fogón, las hojas muertas y amontonadas en algún ángulo del patio.

La negación de la ausencia. La negación a la costumbre de la ausencia. Huir resulta fútil, de acuerdo con las pequeñas victorias de la nostalgia.

Siempre los mismos sabores: el arpa, la trinchera de los libros y folletos, los zapatos caros, el alcohol, los números y curvaturas indeseables, la sangre, la dificultad para respirar, las naranjas jugosas y expectantes, la taquicardia, el alimento yermo y sin comensal, la asfixia de las tardes.

Precisamente de las tardes quiero hablar. En las tardes, cuando el silencio comienza a reclamar sus espacios y las criaturas desaparecen y se prefigura la noche en la gelidez de la ventisca y la intrascendencia del día se asoma por las grietas de la conciencia… entonces, por las tardes, palpo la obra del maligno, y me río culpable de la vanidad humana, y veo la madera fuerte y apreciada fundiéndose con las llamas, y miro también los lagos púrpuras que no reconocen súplicas, ni plegarias, ni medicinas, ni llantos.

Precisamente del llanto quiero hablar. Porque siempre en los mismos lugares, generalmente por las tardes, aparto mi rostro del mundo… para que nadie me vea o para creer que nadie me ve. Y allí, en mi anhelado o supuesto anonimato, en mi cierta insignificancia… allí, en ese refugio hecho de dolor, cercanía y huelga, como todos los buenos refugios… allí, puedo llorar. Y llorando ejercito la maledicencia con el olvido y los años, por robarme escenas que juraba me pertenecerían eternamente. Para disfrazar el olvido, intento recrear voces y pasos de transeúntes ocupados con sus pequeños problemas. En ocasiones, confundidos entre esa gente, presiento los pasos que alguna vez seguí, y nunca más veré.

Precisamente de esos pasos quiero hablar… o tal vez no.

Agua besando la tierra

Por fin, la lluvia. Muchos meses transcurrieron desde la última vez que la sentí, o más precisamente, que la escuché, porque mientras escribo me llega el golpeteo de las gotas contra los paños de cemento, en el tan cercano y tan distante “allá afuera”. Y con la lluvia aparece esa tenue simulación de frío, de suave ventisca que viene a refrescar hojas, tallos y pieles agrietadas por tantos meses de exclusivo sol. Puede, y sólo “puede”, que si la lluvia demuestra seriedad en sus intenciones, mi mamá prepare algo de chocolate caliente para la noche. El chocolate caliente para las noches frías, otra de esas cosas que hace rato se extraviaron por culpa del clima. O tal vez se extraviaron por culpa de otras rutinas reemplazantes, no lo recuerdo ahora o no quisiera recordar.

Con la lluvia viene la alegría de algunos pocos, los conjuros anti-pluviales de algunos muchos, el croar de las ranas, los luceros con el brillo renovado y el fango en las llantas y las llantas en el fango. En dos o tres días se anunciarán los mosquitos y los matamosquitos. Ah, ¿y cómo no anticipar a los perros llenos de charco y bichos raros en el lomo? Si el clima cambia, el cabello se me enroscará más y más rápido, también. Pero no importa, porque quizás preparan algo de chocolate.

Aunque ahora no la escucho. Me gustaría que esté recogiéndose para embestirnos con más fuerza. Que no se vaya. Porque si se va, el calor regresará, y regresará enojado, a castigarnos por haber sido infieles durante media hora y haber celebrado su partida. Y no habrá chocolate. Y ahora suena Marco Antonio Solís en la radio de mi mamá: “Yo te debo tanto, tanto amor que ahora, te regalo mi resignación…”

Lo importante de todo esto es que, si hacen el chocolate, guardaré un poco para Lucía.