Las Elecciones

Otra vez, tiempo de elecciones en Venezuela. Me lo recuerdan los frecuentes mensajes que llegan a mi celular anunciando alguna maravilla del consejo electoral, como por ejemplo, que ser miembro de mesa es “un derecho y una obligación”. Por alguna razón, percibo una contradicción en la simultaneidad de “derecho” y “obligación”… pero realmente hace algunos años desistí de interpretar los mensajes institucionales, y desde entonces soy más feliz.

Las campañas políticas representan otra señal de la llegada de las elecciones, quizás la señal más conspicua. Ahí los estoy escuchando. Por el alborozo, obviamente están muy cerca de la casa. Están presentando alguna nueva y juvenil estrella política, cuya fulgurante carrera comienza a perderse de vista sin haber ganado nada aún. “Uno de los nuestros”, les escucho decir, a lo lejos. Estas campañas me recuerdan a un carnaval: gente desfilando en una comparsa, tipos con caretas multicolor, música tropical, predicciones irreconciliables sobre la comparsa que ganará, y también reparticiones de caramelos o del pariente no menos noble de estos últimos: las bolsas de comida.

“Uno de los nuestros”, siguen diciendo. Y quizás pasen por la casa entregando algún “plan de trabajo de nuestro futuro representante en tal parte”, evidentemente redactado en Word, con algunos títulos en Comic Sans. Puede que venga un grupo de tres o cuatro, de los cuales en tu vida has cruzado miradas sólo con uno de ellos. Ése que conoces sólo de vista saludará como si fueras un amigo de toda la vida, e inmediatamente te hablará asumiendo que estás totalmente a favor de los colores políticos que él viste. Sonreiré, aceptaré el papelito, prometeré un voto, los despediré risueño, y me regresaré a la cocina pensando en la manera de mejorar el algoritmo de rendering.

Ahora suben el volumen de la música. Y con estas referencias a “carnaval” y “música”, siento el impulso de cantar el uruguayísimo tema de Pedro Ferreira: La gente se alborota al oír su sonar. / El barrio se enloquece y se pone a bailar, / y todo el mundo goza al compás de los cueros / sintiendo la llamada que pasa y se va. Ah, mi América y su música hermosa. Por lo menos estas elecciones acaban de hacerme recordar algo lindo.

“Uno de los nuestros”, dicen otra vez. Pero ahora ladran los perros y no me dejan escuchar.

Teorías Insuficientes sobre la Naturaleza de la Oscuridad

Autor: Alejandro (relato experimental)

Listo. Ahora los niños no podrán acceder a esos mercados cibernéticos de la carne. Lucía une los muslos y me recuerda al nene tocándose frente al monitor. El bromazepam diluido en los capilares. En la maravilla de un alba me fui por tu cuerpo y no regresé. La facultad y cuando te descubrí y me gustabas. Ser autómata no cohíbe mi predisposición al disparate. Conjugación satisfecha en pasado. Y al llegar a tu vientre la alegría de escuchar fui feliz. Me gusta la nueva muchacha de administración, pero al jefe también le gusta. Lucía me mira extraño, y usa conmigo esos ojos hace días. Grito pero a ella le parece que gimo. Risa gutural. El demonio y sus cuernos. La sombra del poste decora la pared junto a la cama. Papá entra y apaga la luz. Ayer me acordé de mi primera novia. ¿Por qué sueño con ella? Cierto, los niños. La tengo a ella ¿y qué más? A veces me atormento con la idea de la eneuresis y su vuelta, porque ahora tengo a Lucía. Quiero golpear al gordo del 53. ¿Va a llevar estas hojillas? Vienen a precio nuevo. Sin embargo, ya no digo no. Los ojos verdes y poco más. Esos lentes la hacen ver aún menos femenina. Lucía es tan distinta, tan carente. Me encanta la tetona nueva. Quiere. Hoy no. Ahí está mirándome otra vez, inquisidora. Yo no. Pero Lucía es inteligente. El 15 comienzan a aplicar el aumento. Tal vez no merezco eso. ¿Irás a mi recital mañana? La valla la modelo en traje de baño cerveza y el neón. El carril derecho está más desahogado. La pornografía del tráfico desde la ventana de un séptimo piso. Lucía me mira. La tanga inverosímil de Lucía. A la cama que mañana tienen escuela temprano. Que la luz encendida como la mía a su edad. Me dice que tiene miedo y examen mañana. Pan, leche, jamón. El violín de Lucía. Lucía. El timbre que viola también la paz. Etcétera, gastos de venta y distribución, costo de ventas, ventas netas, estado consolidado de ganancias y pérdidas. Armazones de píxeles masacrándose unos a otros en la sala y su televisor. Olvido que el ascensor no funciona. Al fin llegamos. Para mí que es el arranque. Sin opciones llamo al primo mecánico. Siguió de largo. Creo que ahí viene Fernando. Ese auto lo conozco.

Listo. Espero que la maestra no se de cuenta de que la tarea se las hice yo.

Durmientes de Polvo, Rincones y Memoria

Muchas casas se esmeran en ocultarlos. En otras, sin embargo, he visto que los aceptan con naturalidad y los dejan dormir a su gusto. Intento ser cortés al asumir el sentimiento de naturalidad, pero debo conceder que muchas veces se trata de simple resignación. Con el tiempo, van acumulándose en los rincones, en algunos estantes desprovistos de su propósito original, o en cuartos especialmente dedicados (sobre todo cuando se trata de familias que pagan elevados tributos al pasado). Carpetas, cuadernos, juguetes de los hijos (en pasado) y de los nietos (en futuro), herramientas con pequeñas averías que algún día serán corregidas, una lata de refresco con motivo del mundial de Italia 90 y que por aquel entonces servía como portalápiz, el LP de una banda nacional que acaparó todos los juramentos adolescentes de los 70 y cuya evocación actual sólo puede causar vergüenza, y en general, cosas que ahora no se sabe para qué pueden servir (si acaso se supo alguna vez).

Algunos de los míos

A muchas familias no les importa que sus visitas se encuentren con esa herencia de la historia. Yo lo asumo como una invitación a que descubramos la realidad del respectivo hogar y sus habitantes. Esforzándonos un poco en la observación de los cachivaches que guardan, podríamos descubrir quiénes eran, quiénes querían ser y quiénes son ahora. Podríamos incluso llegar a la verdad de aquellas personas. Después de todo, Cervantes nos plantea que la historia es madre de la verdad. Y un empolvado libro sobre los Beatles, una guitarra sin dueño y sin ecos, la ropa para los bebés que ya no hay en casa, los cartuchos de Nintendo, las tijeras sin filo, copias de la carta de ingreso a la facultad, la calculadora sin pilas, pequeñas casas modeladas en arcilla… son historia pura. Por otro lado, algunas familias procuran ocultar sus recuerdos, estas cosas que puedan descubrir a un forastero los caminos que han recorrido. Sabremos, en estos casos, que se trata de gente pudorosa. Para ellos, la revelación de su pasado los dejaría turbadoramente desnudos.

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¡Mira mamá, aprendí a usar Copy-Paste!

La señora Gabriela respondió con felicidad ante la noticia. En la mañana le habían revelado a su primogénito Diego que el Copy-Paste era una maravilla moderna y de uso lícito en clases, aprendizaje que de alguna forma reivindicaba la decisión de inscribirlo en el (muy) costoso liceo privado. El liceo con la fachada amarillo pollito, nombre de santo, cerca eléctrica, campo de fútbol y computadoras traídas de Asia (con breve escala en algún territorio del norte, para incrementar el prestigio y el precio de las máquinas). Mujer moderna como pocas, no ignoraba Gabriela que el mundo actual es una gran vitrina de Copy-Paste, donde los hombres más grandiosos son los que encuentran, reproducen y tal vez se atribuyen los mejores textos ajenos. Control+C y Control+V, o en su versión más chic: botón derecho del mouse seguido de “Pegar”. Algún trasnochado (como quien relata), aún se aferra al Control+Insert y Shift+Insert.

La señora Gabriela sabía que el conocimiento del Copy-Paste era inminente. Lo anticipó el día que las monjas le entregaron una tarjetita con un texto casi idéntico al del año pasado, al que habían olvidado cambiarle algunas cosas -las fechas, aún situadas en 2009- pero que incluía los cambios importantes -el nuevo monto de la matrícula y el costo del viaje de fin de curso-. Diego, por su parte, no tardó en aplicar esta nueva enseñanza que lo acercaba más al estatus de hombre: renunció para siempre a la originalidad, extrajo de alguna parte unos versos de amor que no entendía muy bien, y los dedicó a la chiquita de pelo enrulado que a veces le endulzaba el sueño. La chiquita, para disimular su desconocimiento de palabras como “estío”, “enjambre”, “calcinado” y “Matilde”, le agradeció con un beso y alguna promesa de cariño.

El Copy-Paste, entonces, anunciaba el despertar de la virilidad de Diego. Los años traerían las cosas que faltaban para completar su condición de humano moderno: decenas de visitas al shopping que le enseñarían a codiciar, un futuro título de arquitecto o abogado para encargarse de la empresa de papá y aprender a subyugar y amansar a sus semejantes, una esposa con generosas proporciones anatómicas inversamente relacionadas con la cantidad de conexiones sinápticas, un auto de ésos que no puede llevarse al barrio, y una lista de gadgets y perolitos electrónicos renovables trimestralmente. El Copy-Paste era un buen comienzo.

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