El Hombre Frenético

Autor: Alejandro (relato publicado en la revista Mandeb N° 2, 2010).

Dentro de pocas horas, la entrevista, como un destino implacable e insoslayable. Entonces era preciso aprestarse en el pulimento de los zapatos, únicos artefactos que aún andaban a su antojo en el orden de la indumentaria. Tenían que ser los negros, comprados en la capital pocos años atrás, usados pero presentables. Tenían que ser los negros porque aún si dispusiera de otros zapatos, de otros colores, sólo el negro proporciona el aplomo, la seguridad que debía clavar como una bofetada en la cara del entrevistador. “Demostrar confianza en uno mismo”, recordaba haber leído en una columna periodística, que según él, nadie más había leído. A ver, el cajón. Un poco más abajo, al fondo. La caja con los instrumentos. Por fortuna, el betún aún no se ha endurecido. De inmediato estorba el trapo (buen trapo: áspero en una cara, suave en la otra). Un poco más abajo, al fondo, allí está. El cepillo sigue siendo el mismo “Latouché” que Patricia había conseguido en casa de sus padres, no sin cierta efusiva protesta del suegro. Ahora que Patricia se había ido, era una suerte que el “Latouché” continuara en el fondo de la caja. Cuando Patricia estaba ella le pulía los zapatos mientras decía cosas sobre los niños, cosas que ahora él no recordaba. No las recordaba porque a Patricia no había que concederle demasiada atención. Cosas sobre los niños, porque ¿de qué otro tema hablaba Patricia en las tardes pardas y tristes que él inundaba con la pestilencia del alcohol y lo infructuoso de una colocación? Pero ahora Patricia se había ido, y dentro de pocas horas, la entrevista.

Al comienzo, el cepillo respondía con deleite. El ruido de las cerdas batiéndose contra el cuero quebraba el silencio de aquellas paredes donde ya no quedaba nada o casi nada que pudiera emitir algún sonido. Ni los acreedores iban ya. La bulla de los niños se había extinguido más de una semana atrás, junto con el viejo radio de pilas. Estaban temporalmente con ella. Temporalmente, porque sólo debían aguardar a que él demostrara quién era y cuánto valía para el puesto, dentro de pocas horas. Patricia se los había llevado (temporalmente, esperando con tranquilidad la entrevista… después de eso, la normalidad), pero no se había llevado, todavía, el “Latouché”. Sin Patricia, el cepillo estaba demasiado a gusto. Iba y venía gobernando su mano derecha. Distribuía el betún por todo el cuero. Iba y venía. Un poco más abajo, al fondo. Y el cepillado sin tregua comenzaba a devorar los minutos. Y de pronto, sintió que los zapatos debían pagar, temporalmente, por todo aquello. El vaivén se olvidó del zapato, y el cepillo azotaba ya el aire, ya el suelo, empañándolo con la crema negra, infatigable la mecánica del cepillado que se había adueñado, por fin, de todo su brazo derecho. Y entonces, esparcido ya en el suelo, con la pizca de cordura que aún dudaba en marcharse, sintió que no sentía el cuerpo, a excepción del brazo derecho, que aún continuaba frenética y autónomamente cepillando la nada, como si estuviese embadurnando la cara del entrevistador con su autoconfianza.

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