Cuentos Completos de Onetti

Tenía varios días leyendo el volumen con los cuentos completos de Juan Carlos Onetti. Desde el excelso prólogo de Antonio Muñoz Molina, hasta Bichicome -el último de los cuentos-, he apreciado con fervor, a veces con fanatismo, toda esta literatura. Puedo señalar, en orden, algunos cuentos favoritos: Jacob y el otro, El álbum, La cara de la desgracia. Puedo, también, encontrar reminiscencias de la Sonya de Dostoievsky en el cuento Mascarada. Tampoco pude evitar pensar en el cuento La noche que lo dejaron solo de Juan Rulfo cuando leí El obstáculo. Sin embargo, sorpresas mayores esperan cuando se leen La larga historia y La cara de la desgracia: es una demostración irrefutable de que los seres superiores existen.

Onetti

Desde entonces no he parado de leer a Onetti: en cerca de veinte años ésa es una de las pocas cosas que no han cambiado en mi vida. Han dejado de gustarme la mayor parte de los libros que me apasionaban y he perdido, afortunadamente, casi todos los entusiasmos políticos que me idiotizaban entonces, detesto casi todas las películas que veneraba en aquellos años, he cambiado de amigos, de ciudades, de trabajos y de lealtades sentimentales, así que uno de los pocos rasgos que me unen a quien fui y ya no soy es la lectura de Juan Carlos Onetti, y casi la única cosa que me sigue acompañando de todas las que poseía en los tiempos en que empecé a leerlo es ese ejemplar de sus Cuentos Completos que adquirí en el Círculo de Lectores: un libro de tapas negras, de letra muy pequeña y de hojas que se van volviendo amarillas, firmado y fechado en la primera página con aquella ambición de propiedad con que uno atesoraba entonces los pocos libros que podía comprarse, en un tiempo que visto ahora casi parece otra época: diciembre, 1975.

Antonio Muñoz Molina (Sueños realizados: invitación a los relatos de Juan Carlos Onetti, Prólogo del volumen “Onetti, Cuentos Completos”)

Los Leones Fulvos

El inicio de todo

Uno de los proyectos en los que actualmente participo está orientado a la pedagogía escolar, combinando tecnologías de la información y la narrativa de historias. Concretamente, me ha correspondido trabajar con un cuento clásico de Oscar Wilde, “El Príncipe Feliz”, e implementar una serie de actividades educativas en torno a esta historia. El cuento es muy conmovedor, puedo apreciarlo ahora; pero cuando lo leí por primera vez, en mis años infantiles, el cuento me pareció insoportable por tristísimo. Hoy, “El Príncipe Feliz” me parece una obra maestra… ¿ventajas de la inocencia perdida?

La traducción con la que me guío está firmada por Ricardo Baeza… y ya, sin más datos. El libro no contiene ninguna información sobre Ricardo Baeza, y mucho menos indica el año en que completó su loable traducción. Raramente me intereso en la ficha de los traductores, y el nombre Ricardo Baeza seguramente habría sido devorado por mi olvido si no hubiese sentido la tenaza de un capricho que relataré ahora mismo. En la versión original de “The Happy Prince” -en una de las tantas referencias a Egipto por parte de la golondrina- hay una parte que textualmente va así:

At noon the yellow lions come down to the water’s edge to drink. They have eyes like green beryls, and their roar is louder than the roar of the cataract.

El Sr. Ricardo Baeza lo tradujo como sigue:

A mediodía, los leones fulvos bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos como berilos verdes y sus rugidos son más sonoros que los rugidos de la catarata.

Qué palabra más rara. Fulvo. Los leones fulvos. ¿Qué tanto debe modificar este adjetivo mi recreación mental de los félidos? Mis diccionarios Larousse para consulta rápida no sabían nada. El DRAE me miró con compasión, respondiendo a mi pregunta con silencio. Mis enciclopedias favoritas no registraban esa palabra. Sin embargo, una enciclopedia que no tocaba desde mis años de liceo, arrojó las primeras luces:

fulvípedo: Zool. Aplícase al animal que tiene las patas de color rojo.

fulvirrostro: Zool. Aplícase al animal que tiene el pico o rostro de color pardo o rojo.

Ah, qué fiel has sido siempre, Quillet[ref]Diccionario Enciclopédico Quillet, Editorial Argentina Arístides Quillet S. A., Buenos Aires, 1973.[/ref]. El primer impulso conduce a equiparar fulvo con rojo, pero entonces la traducción es aberrante, porque jamás yellow lions = leones rojos. ¡Pero toda la traducción del cuento es impecable! Me negaba a ver la traducción de “fulvo” como un desafortunado outlier. El instinto me condujo al viejo diccionario de latín de mi madre[ref]Diccionario Ilustrado Latino-Español y Español-Latino de Vicente Blanco García, Madrid, 1962.[/ref], y allí me encontré con esto:

fulvus: rojo, color rosa, rojizo || amarillo dorado || verde obscuro.

Ahora sí estaba perdido. Rojo, amarillo o verde. ¿Una sola palabra para tres colores? Para este caso particular, aceptaré “amarillo dorado”, y asunto resuelto. Leones amarillo dorado. La vida sigue. No obstante, algunos días después, me encontré con otra traducción que ponía “leones rojizos”. La curiosidad me hizo buscar “fulvo” en Google, y aparecieron imágenes y referencias a animales:

Las tórtolas diamantes pueden demostrar varias coloraciones diferentes. Las primeras tenían todas el plumaje plateado, pero ahora ya se ve versiones de color crema, fulvo, marrón rojo y azules.

La coloração, al largo del tronco, es azul-acero (color entre el negro y lo plata) y fulvo (castanho intenso y brillante) en el rostro, patas y pecho.

Rubicán: Se aplica al caballo de pelo mezclado de blanco y rojo. Equus albo et fulvo coloribus mixtus.

¿Rojizo entonces? Se me ocurrió preguntarle a una persona que sabe mucho de varios temas, y si no sabe lo averigua. En un correo al Dr. Osvaldo Butorovich le comuniqué mis dudas sobre esta palabra, y le pregunté si se la había encontrado en su experiencia como veterinario. El Dr. Butorovich, además de sabio, es gentil. A los pocos días recibí una respuesta: su investigación lo condujo hasta el italiano, y averiguó que “fulvo” designa el pelaje de los animales, remitiendo específicamente al color del león, con distintos matices. Además, agrega (copio textualmente): “Así, en los caballos podría hablarse de alazán, en los pájaros pardo o castaño, y en los perros, en diversas razas, como el Cane Corso o el Gran Danés, por dar dos ejemplos, se habla, justamente, de color leonado.”. Mayor claridad imposible; duda resuelta. Un diccionario italiano me dice, sobre fulvo: “biondo rosseggiante, come il pelo del leone”. Fulvo designa, específicamente, al color del león en sus diversos matices. Hay ejemplos bastante concretos de este significado, como sucede con el gyps fulvus o buitre leonado. Mi gratitud para el Dr. Butorovich.

De modo que fulvo le evita al traductor la incomodidad de escribir “leones leonados”. Y sin embargo, aún no deja de parecerme curiosa su elección de fulvo. ¿Por qué no traducir “yellow” directamente como “amarillo”? De hecho, la mayoría de las traducciones que he visto de este cuento de Wilde usan “amarillo”. “yellow” proviene del inglés arcaico “geolu”, relacionado a su vez con la palabra latina “helvus”. Pero en todos los diccionarios latinos que consulté, “helvus” remite inequívocamente al color amarillo, a un tono amarillento. ¿Consideró Baeza que “amarillo” no refleja el color del león, el cual corresponde realmente a un tono más pardo, más rojizo? Quizás por eso su elección. Fulvo. Quién sabe. Ricardo Baeza fue escritor, editor, embajador y traductor. Vertió al español casi toda la obra de Oscar Wilde, incluyendo sus obras de teatro “Una mujer sin importancia”, “Un marido ideal”, “El abanico de Lady Windermere” y “La importancia de llamarse Ernesto”[ref]”De las vanguardias a la Guerra Civil”, por Miguel Gallego Roca en “Historia de la traducción en España”, Editores: Francisco Lafarga y Luis Pegenaute, Editorial Ambos Mundos, Salamanca, 2004.[/ref]. Por casualidad también he encontrado que Baeza formó parte del jurado que declaró a Doña Bárbara (del ilustre venezolano Rómulo Gallegos, incluso presidente durante unos meses en el terrible 1948) la mejor novela de Septiembre de 1929 en España, lo cual constituyó el punto de partida para la difusión internacional de esta obra clásica de la literatura venezolana. Aquí hay un buen perfil, con retrato incluido, de Ricardo Baeza.

Creo que ya está. Me doy por satisfecho.

The boy is back in town

El muchacho tenía varios días sin escribir aquí. Estaba de viaje.  El mundo es un lugar maravilloso, a pesar de los telediarios. Pero al regresar, como suele suceder, se encuentra uno con multitud de compromisos, perfectamente apilados, expectantes y urgentes. Hoy, justamente, he cumplido con el más perentorio de dichos compromisos, por lo cual me concedo una pequeña licencia para pasar por aquí. Algunas novedades:

  • Hace algunos días recibí las notificaciones de aceptación para unos cuentos míos: “Un lunes cualquiera” y “Una Jaula” aparecerán en los venideros ejemplares de las revistas Narrativas y Mandeb, respectivamente.
  • Aquí en mi casa, curioseando en un estante relativamente olvidado encontré dos LP fantásticos, uno de Raphael y otro de Nino Bravo. Los adquirió mi mamá hace muchos años, y después de cumplir con su propósito de divertimento en aquellas décadas, los discos habían quedado relegados al polvo. La música de estos dos artistas españoles me fascina, así que le dedicaré un post a estos discos en cuanto tenga más tiempo.
  • Hablando de discos… el “manolenta” Eric Clapton ha publicado un sensacional disco de blues. Su interpretación de Autumn Leaves es magistral.
  • Las esperas de los aeropuertos me han servido para escribir poesía. O mejor dicho, para transformar chispazos de lucidez en versos sueltos. Pero aún falta la amalgama que convierta en poemas esos botes a la deriva.
  • Hace rato que llueve abundantemente en varias partes de Venezuela.
  • En Margarita, este 8 de Septiembre, se celebró el día de la Patrona de Oriente, la Virgen del Valle. Mi pueblo, su gente, su fe.
  • Uuuuhhh… El Barcelona perdió con el Hércules 2-0 en el Camp Nou. No me esperaba eso. Pero gloria al vencedor y honor al vencido. Me gustó el despliegue del equipo de Alicante.
  • Tampoco he tenido tiempo para pasar por mis blogs favoritos. Y hay muchos correos electrónicos que aún debo contestar. Y hay muchas amistades que debo visitar. Todo con calma.

Torta Casera o Ejercicio #52 de sadismo

Autor: Alejandro (26 de Marzo de 2010) (publicado en Narrativas N° 18, Julio-Septiembre de 2010, ISSN 1886-2519)

Ingredientes:

  • 2 tazas de harina de trigo leudante marca “Trópico de Cáncer”.
  • 99,62 gramos de margarina.
  • 1 taza de azúcar morena.
  • 7,62 mililitros de esencia de vainilla marca “El Negrito”.
  • Un par de huevos.
  • 126,78 mililitros de leche.
  • Ralladura de limón (cantidad al gusto).
  • 250 mililitros de aguardiente esterilizador.

La fiel ejecución de esta receta implica una renuncia irrevocable a la mediocridad, el sentimentalismo y la Bioquímica. Asegúrese, en primera instancia, de la instauración del orden y el método en su cocina. El horno acendrado, un arreglo áureo de cucharillas y envases, la batidora expectante, el tamiz virginal, la pared con la copia cómplice del “Jealousy” de Munch, la bitácora del último viaje que realizó con ella. Ella. O con más precisión: ella y su ausencia. O ella y otro, nunca se sabe. Otro, y puede que en este momento ella esté desnuda, pero ciertamente ella no es Dagny Juel, ni usted un aprendiz secreto y posmoderno de Antonin Carême. A muy pocos mortales les está permitido experimentar con la elegancia de los celos y el croquembouche. Entonces, recurra a su humildad y ubique las cicatrices del fuego en sus manos y en su corazón. También procure que esta receta permanezca inmune al efecto imprevisto de rabias y fluidos derramados.

Inicie enharinando un molde, y vierta las fotos donde aparecen juntos, respetando alguna cronología del cariño. Por decoro, las fotos donde ella lo besa pueden ir al fondo. Aplique algo de margarina, para que no se peguen. Por favor, precaliente el horno a 350°F (aproximadamente 180°C). Ahora recuerde aquel paseo nocturno y en bicicleta, e imagine que en este momento ella recorre esa ruta, bajo las mismas luces estrelladas, pero con otro. Acuérdese también del collar que usted le regaló inesperadamente, para sorprenderla y recibir la recompensa de su sonrisa, y no olvide que en diez días tiene que pagar la quinta cuota. Piense en los chocolates del 14 de Febrero y su cumpleaños. Rememore la revelación de adjetivos y adverbios infieles a la decencia que su mejor amigo compartió con usted hace cuatro años, cuando humillado por su inesperada (y como siempre, injustificada) soltería, analizaba la compra de unas rosas exquisitas y caras, su odisea por mares y sabanas del país preservando el ramillete en los hombros, y el obsequio para un nombre ahora ilícito que por entonces era el amor de su vida y lo sería durante dos o tres meses más. Felicitaciones si usted superó tal proeza.

Bata la margarina con el azúcar, hasta que adquieran la contextura de una crema uniforme. Agregue los huevos, y salpique con la esencia de vainilla. Observe con rigor científico y registre el proceso en su libretita de anotaciones culinarias, ésa que reserva para los descubrimientos fortuitos de alguna mezcla o sazón genial. Escriba allí todas las cosas que le responderá si a ella se le ocurre preguntar por usted. A su simple “¿cómo estás?”, usted responderá con una retahíla de reproches finamente premeditados. Rebájese, pruebe a insultarla. En todo caso, si su machismo y su perfil psicológico enfermizo y primitivo rigen su conducta, sepa que “coleccionista de bocas masculinas”, “aventurera de braguetas” o “pedazo de vulva fácil” nunca superarán al imperdonable y cálido “princesa de las mentiras”. Cuestión de tautologías.

El siguiente paso resulta inefable. Se relaciona con cernir la harina, pero nunca ha quedado claro. Refúgiese en su instinto o explore la pila de recetas viejas en busca de auxilio. Niéguese a la nostalgia si por azar encuentra una receta que pide leche condensada de una marca abandonada. Y si identifica la letra de ella en alguna de las notas relativas a los crepés a l’Armagnac (letra curvilínea, carnosa, con círculos exagerados sobre la “i”), resístase a los latidos súbitos, las palmas sudorosas y el diafragma inquieto. Distráigase con alguna ley de Kirchhoff o el sistema nervioso de las plantas.

Cuando dilucide el misterio, incorpore la harina y la leche. Mientras tanto, ¿se acuerda de cuando ella lo besó sorpresivamente, en plena calle, recién bajados del bus? Viaje a los mediodías calurosos, aburridos y pretéritos, decorados con la monotonía de la clase de Biología y Estudios de la Naturaleza. Elabore toda la trama científica pertinente. Ella jamás lo besó. Se trató, simplemente, del contacto de algunas capas celulares. Involucró la acción del masetero, el milohioideo, el estilogloso, el hiogloso, el geniogloso, los músculos intrínsecos de la lengua, y sobre todo, del risorio y el orbicularis ori. Señales neuronales muy específicas fueron atendidas, varias calorías se disiparon, y algunas promesas fueron tácitamente formuladas. Piense ahora que este mismo consumo de glucosa puede estarse desarrollando sin usted. Si lo hizo todo perfectamente, la mezcla debe mostrarse suave y rica, y también va a sentir un calambre a la altura del abdomen, amenazando con extenderse al muslo izquierdo. Acá olvídese de la verborrea científica y rehuya la blasfemia. La torta no exige aguardiente; sírvase.

Continúe batiendo durante unos minutos más. Si recibe un mensaje en su celular, ignórelo. No, no es ella. No subestime el orgullo femenino. A cambio, usted no la va a llamar nunca más en su vida. Usted olvidó el número de teléfono de la susodicha. Aunque el último dígito de ese teléfono es el tercer número primo. Y, sólo por respeto a Leibniz y a las mnemotecnias matemáticas, el penúltimo dígito corresponde al límite cuando equis tiende a infinito de uno sobre equis. Pero ya. Basta. A continuación, agregue la ralladura de limón y muestre un poco de dignidad. Mientras termina el batido, rastréela. Acuda a la red de redes, y en cualquier artilugio de búsquedas introduzca ese nombre o correo electrónico que le incomodan. Visite cualquier presencia cibernética de ella. Vea quién comenta sus fotos. Ríase como un imbécil si los comentarios provienen de alguna Juana, Luisa, Alejandra… enójese si comenta algún Juan, Luis, Alejandro. Espíela. Pero nunca olvide lo más importante: prométase que es la última vez que lo hace.

Vacíe la mezcla en el molde. ¿Se pegó en el fondo? Aplique medidas urgentes: recuerde el último capítulo del Zadig de Voltaire, tararee el final de “Harry, you’re a beast” de Frank Zappa and The Mothers of Invention, escriba un cuento titulado “El Prostíbulo Fantástico”, o celebre tardíamente el primer gol de Pelé en la final de Suecia 52. Por último, al horno, y salga a caminar.

Encuéntrese con las amigas de ella, y hábleles sobre temas que indirectamente la involucren. Trate de conducir la conversación hacia donde usted quiere, y cuando finalmente aparezca el nombre anhelado, hágase el indiferente, y simultáneamente trate de representar en su rostro, por una fracción de segundo, una muestra de sorpresa, asco, felicidad y evocación de una persona que, afortunadamente, ya usted olvidó y desea que le vaya bien en la vida. Por cierto, la feminidad involucra cierta complicidad de género, varios códigos y rituales prohibidos a los extranjeros. Y si ella fue capaz de compartir con sus amigas aquellas cinco páginas donde usted se deshacía en intimidades y bochornosas declaraciones de amor, no dude que le informarán sobre la charla con usted. Así que compórtese como lo que no es: un repostero magistral. Baje la temperatura del horno. Si recibe el dulce aroma de la torta anunciándose, pregunte por aquel tipo y ella. No crea si le dicen que es sólo un amigo, y crea menos si le dicen que es un primo.

Cuando termine, podrá comer la torta mientras organiza y responde su correo electrónico. Por ahí verá algunos correos de ella, atrapados entre el salvemos a fulanito con un click y las fotos bochornosas de la boda del ministro socialista. Lea alguno, y reencuéntrese con esas frases tan típicas y falsas de ella: “te quiero”’, “por favor créeme”, y alguna permutación de cursilerías. Sea varón y borre. Piense, escriba y destile. No olvide tampoco que si hoy ella pasa por su lado, lo mira y le sonríe, usted probablemente no se acordará de nada de esto. Sírvase preferiblemente frío.

El Hombre Frenético

Autor: Alejandro (relato publicado en la revista Mandeb N° 2, 2010).

Dentro de pocas horas, la entrevista, como un destino implacable e insoslayable. Entonces era preciso aprestarse en el pulimento de los zapatos, únicos artefactos que aún andaban a su antojo en el orden de la indumentaria. Tenían que ser los negros, comprados en la capital pocos años atrás, usados pero presentables. Tenían que ser los negros porque aún si dispusiera de otros zapatos, de otros colores, sólo el negro proporciona el aplomo, la seguridad que debía clavar como una bofetada en la cara del entrevistador. “Demostrar confianza en uno mismo”, recordaba haber leído en una columna periodística, que según él, nadie más había leído. A ver, el cajón. Un poco más abajo, al fondo. La caja con los instrumentos. Por fortuna, el betún aún no se ha endurecido. De inmediato estorba el trapo (buen trapo: áspero en una cara, suave en la otra). Un poco más abajo, al fondo, allí está. El cepillo sigue siendo el mismo “Latouché” que Patricia había conseguido en casa de sus padres, no sin cierta efusiva protesta del suegro. Ahora que Patricia se había ido, era una suerte que el “Latouché” continuara en el fondo de la caja. Cuando Patricia estaba ella le pulía los zapatos mientras decía cosas sobre los niños, cosas que ahora él no recordaba. No las recordaba porque a Patricia no había que concederle demasiada atención. Cosas sobre los niños, porque ¿de qué otro tema hablaba Patricia en las tardes pardas y tristes que él inundaba con la pestilencia del alcohol y lo infructuoso de una colocación? Pero ahora Patricia se había ido, y dentro de pocas horas, la entrevista.

Al comienzo, el cepillo respondía con deleite. El ruido de las cerdas batiéndose contra el cuero quebraba el silencio de aquellas paredes donde ya no quedaba nada o casi nada que pudiera emitir algún sonido. Ni los acreedores iban ya. La bulla de los niños se había extinguido más de una semana atrás, junto con el viejo radio de pilas. Estaban temporalmente con ella. Temporalmente, porque sólo debían aguardar a que él demostrara quién era y cuánto valía para el puesto, dentro de pocas horas. Patricia se los había llevado (temporalmente, esperando con tranquilidad la entrevista… después de eso, la normalidad), pero no se había llevado, todavía, el “Latouché”. Sin Patricia, el cepillo estaba demasiado a gusto. Iba y venía gobernando su mano derecha. Distribuía el betún por todo el cuero. Iba y venía. Un poco más abajo, al fondo. Y el cepillado sin tregua comenzaba a devorar los minutos. Y de pronto, sintió que los zapatos debían pagar, temporalmente, por todo aquello. El vaivén se olvidó del zapato, y el cepillo azotaba ya el aire, ya el suelo, empañándolo con la crema negra, infatigable la mecánica del cepillado que se había adueñado, por fin, de todo su brazo derecho. Y entonces, esparcido ya en el suelo, con la pizca de cordura que aún dudaba en marcharse, sintió que no sentía el cuerpo, a excepción del brazo derecho, que aún continuaba frenética y autónomamente cepillando la nada, como si estuviese embadurnando la cara del entrevistador con su autoconfianza.

Esa boca

Autor: Mario Benedetti (1955. Incluido en su recopilación “Montevideanos” de 1959)

Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.
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